domingo

Sopa de cebolla



Hacía un frío que calaba hasta los huesos. No era por viento, no era por nieve, era simplemente el frío que iba subiendo desde dentro y lo invadía todo, sin excepciones. A pesar de eso, habíamos estado caminando, recorriendo, tomando fotos. Un momento antes nos habíamos acercado hasta el río a ver las casas de colores.
Yo hubiera querido seguir un rato más porque en el norte, en invierno, la luz se va siempre demasiado pronto, pero necesitábamos sentarnos un momento, comer algo, sacudirnos el hielo. Entramos a un sitio y un hombre muy amable, que no hablaba inglés pero sí algo de italiano, nos acercó la carta.
Necesitábamos algo caliente más que ninguna otra cosa y nos trajo dos tazones de sopa.
Era un caldo de abuela: con mantequilla, hierbas, y un montón de rodajas de cebolla flotando.
A la segunda cucharada su calor, rojo, impulsivo, me alcanzó las mejillas. No supe cuánto necesitaba esa sopa hasta que no la tuve entre las manos.